Tener sentido del humor es un buen signo de
salud mental. Porque el humor, del que brotan la sana ironía, la risa fresca,
la alegre carcajada, implica la percepción de lo absurdo, de lo contradictorio,
de lo desproporcionado, de lo deforme. Y es condición imprescindible para esta
percepción el ser dueño de un intelecto sano, capaz de contemplar y comprender
al ser en su armonía y en el resplandor de su belleza.
Por eso el humor verdadero es un privilegio
del pensamiento realista. El mundo moderno, sumergido en el devenir
heraclitiano, se ha vuelto incapaz de percibir lo absurdo, lo contradictorio.
Su inteligencia ha roto el orden del ser, cerrada en su propia conciencia, ha
apostatado de los primeros principios, negado su evidencia inmediata. El humor
marxista no es auténtico y por tanto no es humor. Es ácido, agrio, corrosivo,
una herramienta de lucha dialéctica al servicio de la destrucción, de la
disgregación. Ello se debe a que el marxista, al introducir la contradicción
en el mismo corazón de la realidad, se vuelve ciego para contemplar la armonía
de las formas y, por tanto, del ridículo de lo deforme.
Dios se ríe del impío, dice la Escritura
(Salmos 2, 4 y 37, 12-13). Quien combate el buen combate de la Verdad, necesita
del humor como de un ingrediente imprescindible para la salvaguarda de su
equilibrio intelectual, psíquico, e incluso hepático. Porque el mal,
manifestado en el error, en la mentira, en el pecado, no sólo es trágico y
perverso: es cómico, es ridículo. Sería sólo trágico si el principio del mal
fuera un Dios malo, como el de los maniqueos o el de los persas. Pero el diablo
es una creatura a la que su absurda soberbia lleva a querer igualarse con el Creador.
Es el “mono de Dios” y, a la larga, su imitación deviene una parodia lamentable.
La Edad Media tomaba muy en serio al Adversario. Pero también sabía burlarlo y
burlarse de su jeta siniestra y deforme.
Todo lo que es falso y pecaminoso lleva el sello de lo satánico y, por lo mismo, participa irremediablemente de su carácter simiesco. Quien no sea capaz de comprenderlo, podrá combatir por el Bien y la Verdad, pero su combate adquirirá el tono oscuro y amargo propio del calvinismo o de los jansenistas. En el buen combate es menester combatir con alegría, no la alegría ruidosa y superficial que nace de un optimismo tan ciego como estúpido, sino aquélla otra serena y profunda, propia de quien lleva en su alma como una semilla la incoación de la gloria, la paz y el gozo de la victoria final. Quien lucha por la Verdad con amargura, transforma la Verdad en una cosa amarga, que repele y que repugna. No basta luchar por la Verdad: hay que amarla y hacerla amar. Porque la Verdad, que es Bien y es Belleza suprema y armonía, es en sí misma e infinitamentamente amable.
P.
ALBERTO EZCURRA